14/4/17

Atitlán, regreso a las raíces mayas

Una brisa cálida riza las aguas a partir del mediodía. Al amanecer, el lago Atitlán es un espejo color esmeralda, pero las horas pasan y la superficie comienza a revolverse. A las cinco de la tarde, las barcas que conectan las poblaciones de la orilla dejan de funcionar y Xocomil se queda trabajando solo.

Xocomil es un viento místico y Atitlán, uno de los lagos más bellos del planeta. Ambos forman una conjunción inseparable: el primero tiene apellido kakchiquel y los habitantes que pueblan este territorio desde hace siglos cuentan que recoge los pecados de las orillas, que hace limpieza. Lo cuentan, lo saben y lo observan: cómo se enfurece y levanta olas violentas. El segundo, Atitlán, nace al desgranar su composición. Y significa “entre las aguas”.

El lago Atitlán tiene el encanto original de una tierra añeja y volcánica, circundada por una docena de poblaciones con nombre de santos y habitadas por las etnias mayas quiché, tzutujil y kakchiquel, que luchan por conservar sus tradiciones. Y de algún modo lo consiguen: ésa es la razón por la cual el departamento de Sololá, que alguna vez llegó a exceder en mucho la superficie que hoy ocupa, se haya convertido en el principal foco de turismo de Guatemala; de un turismo en el que las comunidades indígenas son las protagonistas. Panajachel es su centro.

A esta población, donde está la mayor variedad de infraestructura turística, se llega descendiendo por un valle de carreteras sinuosas a 1500 metros de altura y situado a 140 kilómetros de la capital del país. Una calle de paredes coloridas recibe el visitante. No son ladrillos, ni murales, ni piedras, sino los puestos de ropa y artesanías locales que cubren la calle Santander, que va estrechándose hasta llegar al lago.

Este mirador es el mejor punto para contemplar el paisaje volcánico y exuberante: envuelto en leyendas mayas, todo lo que rodea este lago es misterioso. Desde su origen, atribuido a la muerte que los kakchiqueles dieron a Tolgo, deidad de los terremotos, hasta su aspecto actual, todo, desde el amanecer hasta las noches de estrellas congeladas en el cielo, evoca el misterio.

Los inmensos volcanes San Pedro, Tolimán y Atitlán vigilan el lago, rodeado por un cinturón de cerros que caen en picado a las aguas turquesas, esmeraldas, celestes o vidriosas, dependiendo de la luz que caiga en una superficie de 130 kilómetros cuadrados.

Por momentos, el lago se estira durante 18 kilómetros y para tocar su lecho tendríamos que bucear 350 metros. Para adentrarnos en la vida de los habitantes de estas orillas hay que sumergirse en sus leyendas.

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