Entregar
la vida al descubrimiento de lo divino que hay en la naturaleza, o
dedicarla a comer ostras, ¿no dará con un resultado bien diferente?
–HD
Thoreau
Freud
trabajaba de espaldas a sus pacientes, quizás para no implicarse en
el dolor de los demás, como si éste nos fuera ajeno, como si nunca
tuviera que ver con nosotros mismos.
Pero Orfa
hoy camina despacio, acariciando la tierra que viste a su hijo, y le
miro a los ojos. Estamos en el extremo de una lengua de tierra
quemada y en cuyas estrías solo hay agujeros: tumbas, tumbas,
tumbas. Es un cementerio donde Chele –“entre los hijos hay uno que es
especial”, dice sentada sobre él–
está en un pedazo de tierra que les han prestado. Cuando lo
trajeron aquí un 7 de diciembre, el día del diablo, solo pagaron el
cemento y los ladrillos. La pintura con la que embadurnaron de verde el exterior de la tumba se la regalaron.
Un rato
después, volvemos hacia su casa, de ese rosa que mancha el cielo en
los atardeceres calurosos, y se queda allí, sola: su marido en el
hospital, su hijo, muerto, al filo del barranco, cinco hijos más
dispersos y ella, exhausta: “No tengo dinero, pero ya pagué el
agua y la luz, para que no me la corten”.
*
Los médicos
nos recetan aquellos remedios que requerimos para nuestros males. No
importa que ellos mismos los burlen o los ignoren en carne propia: ya
pueden sacudir nuestras ramas que las suyas pueden quedar intactas.
Mercedes es
preciosa, sin lágrimas y con ellas. “Para servirle”, dice al
conocernos. Poco después, cuenta –erguida–
cómo mataron a su marido :
“Un tiro aquí [se pincha
el cuello con el dedo], otro aquí [se acaricia la sien]”.
Entonces se desmorona. Y
dice, como vencida:
– A
mí Dios no me ha abandonado nunca.
Mercedes, recogiéndose una lágrima. [Santiago Billy] |
No sé muy bien el modo de colarse en la vida de quien tiene enfrente. No entiendo tampoco la manera de trabajar, de entrevistar, de vivir cuando recuerda alguien cómo se encontró a su marido, con diez disparos en la cabeza y el pulso leve en los párpados, musitando en el porche de casa: “Mi nena, mi nena, mi nena”.
Hay quien
dice que es sufrimiento ajeno; fotógrafos que hablan de que una
lágrima tras la cámara nubla la visión, como si uno decidiera
congelarse por un minuto, por toda la vida, cuando ve a alguien
transido de dolor. Dicen, también, que uno “se protege”.
¿De qué?
¿De sí mismo?
Quizá sea
ese el problema de este mundo de contradicciones, de instintos
primarios, de incoherencias, de contradicciones y dobles juegos, de
nuestra divinidad dormida, al punto de sospechar de la rectitud de
algunos seres. Algo esconden, pensamos, quizá aplicando nuestra
receta al resto de la humanidad.
Al escuchar
una historia de dolor, y ver que el anillo de su marido asesinado
solo le encajó en el dedo corazón de su mano derecha, y un calambre
recorre su cuerpo, y un llanto asfixiado en una década de ausencia
se derrite en un instante. Quien escucha, para poder comprender,
solo puede también morir en ese instante, escalofriarse con los
escalofríos, atardecer en cada puesta de sol.
No
creo que se pueda aspirar a otra cosa aunque todo confabule en lo
contrario: en hacernos de piedra, en apelmazar nuestra basura en
lugar de desintegrarla, en rivalizar entre nosotros mismos, en reafirmar
lo que no somos.
Escuchando
unas historias en carne viva en un país con una soga en el pasado,
no hace falta darle la espalda a la verdad. Quizá esa sea la clave:
morir en cada muerte, llover en cada cielo, quemarse en cada fuego.
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