Tiempo
atrás, en las calles estriadas de Masaya, estuvimos buscando a Óscar. Él éxito fue relativo, porque apareció en la penumbra de
un bar y desapareció al instante. La última vez que lo vimos, a la
mañana siguiente —después de preguntar en las calles, en su casa,
en los bares— fue de perfil: tan solo las espaldas de su jeep
rojo con un hacha enmarcado en la rueda de repuesto.
A
San Juan La Laguna, en el departamento de Sololá, a la orilla del
lago Atitlán, vine en busca de Francisco. Pero Francisco no está en
la oficina, que está cerrada. En un despacho aledaño me dicen dónde
lo podía encontrar: en una galería de arte sin nombre, enfrente de
un café con nombre de patrono.
El
azar quiso que en un vagar sin rumbo —porque atender las
instrucciones en un susurro entre voces es imposible— diera con el
café, pero no con la galería de arte. Ya no existe.
*
Encontrar
a Francisco es importante para completar un reportaje en otro lugar
de este mismo país, a unos pocos cientos de kilómetros, buscando a
otra persona: el rabino Godman. En el departamento de Santa Rosa, en
la villa de Oratorio, me bajo por el portón trasero de una camioneta
después de dos horas de viaje desde la ciudad de Guatemala, con sus
curvas y el temor a estamparse acechando, y pregunto dónde vive el
rabino y su comunidad judía. A diez minutos en camioneta, me dicen.
Allá
vamos.
El
chófer de la camioneta me avisa: aquí.
Pero
“aquí” es un secarral del que asoma algún yerbajo y del que
brota una inmensa nave ganadera, o secadero, o un garaje de
maquinaria de campo: cosechadoras, sembradoras, remolques. Pero entro
y hay zanahorias por el suelo, sacos de remolacha, bolsas de pepinos,
un gato remolón y numerosos bultos cubiertos de alfombras. También
está Sholem, que me recibe amablemente pero que antes de pasarme con
el rabino, me pregunta —por decirlo suavemente— a qué vengo
aquí. Y me cuenta que esos bultos son las máquinas de una imprenta,
que es lo que resguardan estos altos techos, y que la comida es para
repartirla entre las 70 familias que viven en la aldea, a poca
distancia.
— Pero
hoy nadie le puede atender.
Me
vuelvo, como vine, a la ciudad.
*
Entro
en una galería de arte que no es en la debería de haber estado
Francisco, pero un chico me dice dónde puedo encontrarlo: al lado de
un hotel, al otro lado del pueblo. Francisco es uno de los siete
miembros del Consejo de Ancianos de San Juan, una aldea maya tzutuhil
de 8.000 habitantes; el Consejo un órgano que lleva cuestiones
morales allá donde la ley no llega: arreglan malentendidos entre
vecinos, entre parejas, ponen paz en discusiones por lindes, por
mojones, reprenden a jóvenes que se han desviado de la rectitud,
encauzan tradiciones mayas en vías de extinción.
Llego
a la casa de Francisco y subo un breve camino de hormigón. Doy un
pequeño grito, o un bufido, o un resoplido, y me devuelven la
respuesta. Respondo. Me responden. Como no sale nadie, corro la
cortina bordada que hace las veces de puerta y una mujer tendida en
la cama, a oscuras, se sorprende. Le cuento que busco a Francisco,
por qué lo busco, qué creo que puedo encontrar en Francisco. La
mujer, sin levantarse, me dice que no está, que venga mañana. Pero
yo necesito encontrar a Francisco hoy.
El
hermano de Francisco se ha muerto, me cuenta, y no volverá hasta la
noche. El hermano aún no ha salido de la casa; después “van al
culto” —a las 2— , “luego al camposanto”. “A las cinco”,
concluye, “puedes venir”. Pero a las cinco es tarde: el servicio
de transporte por el lago acaba antes. Así que le pregunto por otro
miembro del Consejo de Ancianos. Bartolomé, dice. Bartolomé vive en
el embarcadero.
Voy
al embarcadero y por el camino entro en el cementerio: los operarios
están preparando una tumba de cemento.
*
Sholem,
ya con confianza, me hace pasar varias cribas. Han hablado muy mal de
su comunidad —doy fe— y ahora quieren filtrar algo más las
entradas. Dos días después, tras llamadas y explicaciones, me dicen
que vale, que regrese. Lo hago esta vez acompañado del fotógrafo,
pues basta que los filtros sean más exigentes para que se esconda
una buena historia. Vamos a la comunidad, al final de un camino
pedregoso, pero dos guardianes nos echan el alto. Nos están
esperando en la nave.
El
rabino está allí, nos dicen.
Tras
más de una hora de amable conversación conseguimos que nos abran
las puertas de la aldea judía, uno de esos lugares donde el asombro
y la curiosidad no quedan nunca satisfechas. Por momentos me creo en
Marte, en la Luna, en una distopía, en algo que deja a Macondo en
una ciudad de vacaciones. Ver a un chico mexicano, converso al
judaísmo, con los hábitos y la kipá, ordeñar una vaca ala la
sombra de un mango, tiene estas cosas.
Nos
dan a probar la leche recién ordeñada, tibia y sabrosa, pero
—supongo— llena de bacterias.
—Al
hervirla se pierde el 50% de los nutrientes—, dice el rabino.
*
Unas
señoras sirven arroz, milanesa de pollo, rábanos, chile relleno,
arroz, frijoles. Están al lado del embarcadero, en el pasadizo que
desemboca en una vivienda, y pregunto por Bartolomé. Vive aquí, me
confirman, pero está en San Pedro.
— ¿Quieres
esperarle?
— Claro—, respondo.
Y
pido comida.
Bartolomé
está llegando, me dicen. Es la hora del almuerzo y Bartolomé tiene
que venir a almorzar. Pero yo acabo el mío y Bartolomé sigue
llegando sin acabar de llegar. Los anuncios, pasado el rato y poco a
poco la digestión, se hacen reales: ahí viene Bartolomé con un
sombrero y paso lento. Su mujer se lo arranca de la cabeza, y se lo
lleva. Ya podemos hablar. Primero, otra criba: qué quiero, por qué,
para quién, cómo.
Y
qué opino.
“Lo
llaman judíos ortodoxos, o algo así; sí, judíos ortodoxos”,
comienza diciendo Bartolomé, de 71 años, ya sin sombrero. Pero no
se adaptaban en San Juan, se bañaban desnudos en el lago y por las
noches —me lo dice literal— salían a pasear vestidos de negro y
se quedaban así, quietos, en la oscuridad. ¿Para qué?, dice
seriamente, muy seriamente, pero joder, a mí me entra la risa, me
entran las carcajadas.
No
sé en qué momento de la historia de la humanidad unos habitantes
mayas se enfrentaron a judíos ortodoxos.
*
Ayer
hubo un eclipse de sol. Sobre el lago Atitlán —“entre aguas”—
el sol rozaba las montañas, que caen en picado hasta estas aguas
verdes vidriosas. Fui corriendo al borde, pero solo una mancha
nebulosa se perdía por el horizonte. Una oscuridad rugosa se iba
imponiendo, como granulada, mientras el lago seguía latiendo por
puro instinto maternal. Custodiado por tres volcanes y la serenidad
de la eternidad, este ojo hundido en la tierra desapareció ante la
vista. Y sin embargo
En
Atitlán
no
se ven eclipses
solo
el sol.
*
Qué
ironías esconde la historia de la humanidad, caníbal y enredada,
que se va extinguiendo mientras Atitlán, los volcanes y la bruma que
pinta cada amanecer las copas de estas montañas cónicas seguirán
como siempre estuvieron y siempre estarán. ¿Cómo habitar en la
eternidad y dar cuenta de lo efímero?
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