Pero en junio de 2015 comenzaron a llegar más personas. Bajaban de las montañas y se instalaban en torno a la iglesia de madera y techo de palma. Venían también por el camino de tierra que comienza en la frontera y atraviesa Anse-à-Pitres, cargando con sus hijos y los fardos que la urgencia les había dado tiempo de armar.
—Empezaron a instalarse en este terreno —recuerda ahora Toussaint—. Esto estaba lleno, llenísimo de casas. Yo tuve miedo de tanta gente. Fui a ver al dueño del terreno de enfrente para ver si podían instalarse ahí.
Los nuevos habitantes eran haitianos desplazados que abandonaban en tromba la República Dominicana. Habían emigrado décadas atrás, llevados por sus padres y, a su vez, tenían hijos nacidos en Dominicana, el único país que conocían y que, a esas alturas, era su país. Pero ahora un complejo laberinto legal dificultaba su estadía y el pastor Toussaint, después de más de una década, entendió el significado de la revelación que había recibido en aquel sueño ya lejano.
Los desplazados comenzaron a montar pequeñas casas improvisadas con palos y maderas de árboles de los alrededores, arrancaron el plástico que impedía que los líquidos se filtraran en la tierra que cubría un vertedero instalado gracias a un proyecto de cooperación y, con eso, se cubrieron del sol y de la escasa lluvia.
—Yo les ayudé y tuve problemas con la alcaldía de Anse-à-Pitres —dice Toussaint en criollo, en el campamento conocido como Parc Cadeau II—. Los jefes (las autoridades locales) me han amenazado de muerte porque no querían este problema aquí. Cuando el alcalde habló conmigo, me preguntó por qué había metido a esta gente. Pero yo le dije que esta tierra es de Dios y que la gente necesita estar aquí.
A pesar de que hay otros cuatro campos de desplazados en los alrededores, donde malviven cerca de 3,200 personas, la voz de socorro no ha llegado muy lejos. A finales de junio del 2015, la primera dama haitiana merodeó por la zona para conocer la situación, pero apenas dio una vuelta y regresó a Puerto Príncipe. Los gritos se escucharon más alto en noviembre, cuando una epidemia de cólera mató a más de 30 personas en estos campamentos. Pero pronto volvieron a apagarse.
Ahora, en junio de 2016, hace más de seis meses que nadie trae comida.
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*El reportaje, publicado en Gatopardo, sigue pinchando aquí.
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