19/3/16

Santo Domingo alborotada

La mujer me dijo que el taxi era blanco, pero eso lo recordé después de subirme a uno del que no recuerdo el color, ni el número de autorización. Ahora que lo pienso, me subí a un coche que no sabría decir que era un taxi si no fuera porque me cobró 180 pesos cuando otro taxi —amarillo— me había cobrado 200 algo antes.

Uno llega a un sitio y le hace cosquillas al primero que tiene oportunidad de preguntarle alguna curiosidad a la que luego se lanza: pero hoy, con un calor primaveral que rozó el verano en algún momento del día, no me hizo falta pinchar a nadie. El taxista me lo sirvió:

—Los haitianos no se integran. Son salvajes. Lo fueron en el siglo XX y lo son ahora. No tienen instituciones y muchos no están integrados. Otros sí —dice a medida que avanza y señala a vendedores de comida, de helados, a los porteros.

En República Dominicana no se sabe el número de migrantes haitianos que hay. Dicen que el recuento empieza por 200.000, pero subiendo y subiendo atraviesa el medio millón y más arriba puede llegar al millón.

—Y te digo todo esto yo, que soy un profesional y puedo dar una visión completa—, dice el taxista que, finalmente, descubro que sí es taxista porque me da una tarjeta para llevarme a algún lugar. “De excursión, a la playa, al aeropuerto”, enumera.

—¿Y a Haití?—, le pregunto para (ahora sí) pincharle.

—Ah, manito—, responde—. Eso ta mu´ lejo.

***

Santo Domingo es una ciudad alborotada. Tiene su malecón, que es lo mismo que un paseo marítimo pero con un nombre más honrado, más verdad, más popular. Podría decir que enfilando la carretera, hasta que las piernas huelen a humo, este malecón me recuerda a otros. Y de hecho lo hace, pero no para traer a la memoria que aquí revienta el mar Caribe, sino para hacerme recordar qué diferentes son todos los malecones que mi cuerpo ha recorrido.

En éste zumban los coches, las parejas se enredan entre sí mientras los neones de los casinos parpadean y una mujer trata de llamar mi atención con el mismo ruido con el que yo trato de atraer a los gatos; mientras, un chico camina conmigo medio kilómetro para al final decirme que, amigo, te limpio las botas. Y allí, en el parque, las chicas hacen zumba: con esa canción nunca imaginé que se pudiera hacer ejercicio. Aquí sí.

Y sigo el malecón que serpentea como una cola de Disneyland: un niño vuela una cometa, pero está tan arriba que la foto no sale y solo me queda seguir camino para ocupar, con letras, el espacio que tenía planeado con alguna foto. De repente, un verso:

Es que siempre en la noche del amor pasa un río.

¿De quién era?

¿Será el río Ozama, en cuya desembocadura los españoles encajaron esta ciudad amurallada de la que apenas quedan ruinas deshechas?

Continúo mientras los chicos me adelantan corriendo, hay palmeras en el suelo que parecen comidas por las termitas —y le pego una patada únicamente para decir aquí que sí eran termitas— mientras letras enormes, pintadas en el muro, dicen: “Ciudad limpia”. Pero esta parte huele mal.
Y me doy media vuelta.

Desando lo andando, las palmeras en pie se despeinan, el mar se riza, un tipo musculado se enfrenta a las ráfagas de agua que vuelan y pegan en su cuerpo hasta que, refrescado y satisfecho, se pone en la cara una sonrisa: y se larga.

La rutina sigue, y yo con ella, y los vendedores de plátanos, y los pitidos y los humos que ascienden perezosos, y las parejas que se dan arrumacos al atardecer mientras yo, embobado, me quedo mirándolas como alguna vez también nos debieron de mirar embobados a nosotros.



1 comentario:

Unknown dijo...

Gracias por la visita, y las letras, Dios te bendiga.