Quería escribir
que los vientos tórridos subían aullando por los valles, pero me tuve que
conformar escribiendo que el viento era fuerte y que había alerta roja. Uno no
sabe si la frontera se la pone uno mismo o si, acorralado por las
circunstancias, deja de escribir que el viento sur le crispa los nervios y un
insoportable aire le hace más difícil el día, la semana, quizá la existencia.
Eso me sucedió
días atrás cuando, escribiendo información para un periódico diario, me sentía
así: en lugar de pajarear, como acostumbró este cuerpo en los dos últimos años,
me arrastré, como los dos anteriores. Todo se relajó con la lluvia: apagó los incendios
del bosque y de mí.
Hay balanzas
envenenadas y –comprobado– este año que desaguó, dando vueltas al revés, por
el coladero de la historia, fue curioso. Quizá sea esa la meta de la
existencia: curiosa. Yo aprendí –eterno, eternamente aprendiz, eternamente– que
lo que pensé que era malo no lo era tanto y lo que, allá por enero, era
espantoso, fue lo mejor que pudo pasar.
El otro día ella me preguntó qué regalos deseaba estas navidades. De mi pecho salió un
temblor y, aquel niño tallado por los anhelos materiales de este mundo, sintió un
escalofrío. Como le contó a Yogananda su maestro, “el deseo de cosas materiales no tiene
límite; el hombre jamás está completamente satisfecho, y persigue una meta tras
otra” en eso que Sri Yukteswar llamó los “falsos placeres que únicamente
remedian la felicidad del alma”.
Por eso, decir
que los pasados 330 días fueron malos sería insultar a una lluvia que me empezó
a mojar hace un lustro –creo que la última vez que escribí “un lustro” era para
hablar de un pinzamiento–, cuando estaba solo en una isla paradisíaca de un mar
paradisíaco y supe que, aquellas promesas que habían sostenido para entonces
todas mis promesas, eran mentira.
De alguna manera
ella ya estaba allí y en este caminar culebreado, sigue dándome razones. Las
pasadas semanas el viento no aulló, ni la lluvia ahogó mi alma, ni de mi boca expendía promesas sino que simplemente
hablaba. Pero a cambio aprendí a entregarme: a las personas con las que
trabajo, con las que hablo, a ella, a mí. Sí, por fin me entregué a mí, por lo
que –ahora lo sé– dejar de aullar un par de meses es solo una manera de aullar
con más fuerza el tercero.
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