20/10/15

Persiguiendo peces y atardeceres

En el invierno de este eterno verano que respira el Caribe anochece pronto. A las seis menos cuarto, las nubes comienzan a absorber los rayos que el sol dispara desde el oeste; a las seis y cinco, el cielo tiene una luz casi divina. Diez minutos después ya no se puede ver más que lo que la memoria retiene.
 
En Port Antonio los atardecer los paso con los tobillos a remojo. Después cae el telón, me recojo como los gallos, y me dedico a otros menesteres. Hoy, por ejemplo, a caminar hasta este pequeño pueblo a unos tres kilómetros desde donde me pillan los últimos disparos del día.
 
Jamaica es un país amable, y sus gentes también lo son -generalmente. Ayer, mientras buscaba un lugar donde meterme algo para el cuerpo después de bastantes horas sin comer, di con un sitio donde un tipo, en dos minutos, me había ofrecido marihuana, cocaína y un tour turístico. Pero yo me pedí arroz con pollo asado, una cerveza, y aquel hombre que decía tener 50 pero aparentaba 70, en un último intento, me acabó ofreciendo un cuarto servicio -de transporte- y su número de teléfono. Si me hubiera quedado más tiempo no sé qué más se podría haber inventado aquel hombre.
 
En este pequeño tugurio al que volví hoy para templar el hambre, el hombre andaba por el barrio y me dijo que si yo era policía secreta y yo bromeé si no lo sería él: a pesar de esas sospechas -hace tres o cuatro días otro tipo me lo sugirió- uno es bienvenido en los bares. En Montego Bay, en la costa noroeste de esta pequeña isla, entré a un bar después de hacer compra en un supermercado.
 
- ¡Esto es una broma!-, gritaba un chaval tirándose de los pocos pelos que tenía.
 
Era un local enano, oscuro, con una música espantosa y cuatro máquinas de videojuegos escacharradas en un costado. Allí no cabían más de cinco o seis personas y, al ver que el gesto de aquel chico era simplemente de sorpresa al ver a un blanco en un sitio así, pregunté con aires de western:
 
- ¿No soy aquí bienvenido?
 
Ahora, cuando ya la ciudad se ha sacudido la noche y me ha manteado y la he atravesado y me han ofrecido ganja mil veces, regreso al lugar en el que remojo los pies. Hoy también la cabeza: esta tarde, entre la digestión y la merienda, dediqué la tarde a perseguir peces. Un juego tonto, pero no sé si me cansaba más el continuo aletear revolucionado o las carcajadas que echaba al viento cuando tomaba aire para continuar con mi sesusa empresa.
 

 

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