10/10/15

Desentrañando Kingston

Desde el cielo, lo primero que adiviné -sin saberlo- era Port Royal, la base bucanera desde la que Henry Morgan armó su leyenda. Lo supe más tarde, cuando escudriñando un mapa comprobé que después de un largo brazo de tierra, colgando sobre el mar Caribe, se ubicaba este puerto. Ya en tierra, una contradicción: uno de los carteles que dan la bienvenida al viajero apelaba a cuidar el medioambiente. Nada raro si no fuera porque, quien firmaba la sugerencia, era una compañía petrolera.

Kingston es una ciudad descuajeringada a ratos: casitas bajas, jardines de un verde intenso que solo cuidan en los colleges y las embajadas, socavones en las carreteras y el calor tropical habitual en estas latitudes. Un desayuno que me dejó irritado el gaznate, una hostia con una escalera en la cabeza y una chispa de fuego que se me clavó en el ojo derecho son algunas de las cosas que me sucedieron en mi primer día vagabundeando entre el centro y el este de Kingston.

La historia de Jamaica es algo perra, ya que la esclavitud estuvo metida en la existencia de este pueblo hasta bien entrado el siglo XIX. La inmensa mayoría de la población -cerca del 80%- es negra. Así que ver a un blanco con una mochila al hombro en estaciones de autobuses y en institutos en busca de los Usain Bolt de mañana es una escena poco repetida.
Y el racismo, claro, como amenaza, como miedo. A pesar de un leve bufido de un tipo nada de eso ha llegado hasta mí, que quemé las zapatillas por las ardientes aceras de la calle Old Hope. Más de 30 grados hasta que un chaparrón suspendió el entrenamiento de atletismo de los chicos del Mona High School pero dejó escenas de apasionados de este deporte jugando con la lluvia.

De regreso, paré en un supermercado para rellenar el zurrón de provisiones, pero no tuve en cuenta ni los desproporcionados precios de este país ni el dinero que no llevaba a mano. Así que a la hora de pagar, me vi con que me faltaban más de 1.000 dólares jamaicanos (cerca de 11 dólares) para completar mi desayuno, cena y hasta donde alcancen los víveres. De repente, una mujer se acercó y sacó un billete de 1.000. No entendí nada. El mozo siguió embolsando la comida y la cajera farfulló algo ininteligible.

Se acercó otra chica y me dijo que aquella señora me había pagado el resto de la cesta de la compra. No me dio la oportunidad de devolverle el dinero, ni de darle las gracias ni de conocerla. Era negra: como la mayoría de la población. A mí me habían dicho que aquí había resentimiento hacia los blancos. Y yo, pálido como luz de luna...

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