A la
comunidad Bobo Ashanti, un grupo cultural del movimiento rastafari
cuyo padre, Emmanuel, sigue en alma presente, se llega por un camino que atraviesa casas de lata, cabras sedientas y niños gritando. Se hacen llamar
Congreso (pues
el Ethiopian Internacional Congress nació en los años 50) y yo no
entiendo nada. Así que, amablemente, tres sacerdotes y un profeta me
dedican prédicas, respuestas y rezos mientras tomo notas
aceleradamente y la curiosidad se me recalienta.
A
estas alturas de la tarde, cuando el calor ya exprimido toda la
lucidez -o la que exista- de mí, no tengo la capacidad de rebuscar
el hilo conductor de esta historia. Basta dar alguna pista de esta
comunidad: se dicen los más auténticos y puros -Emmanuel vivió
aquí y sus huesos andan bajo esta tierra-; hablan en nombre de todos
los negros desperdigados por la Tierra; la Biblia es su razón de ser
y no hay diez minutos de conversación donde no se cuele una
referencia -no son religión, insisten, si no filosofía de vida: y
yo me acabo de perder-; su objetivo principal es el regreso a la
Tierra Prometida, África, y ellos se encuentran en el Egipto de
Moisés -Occidente: “que nos esclaviza”, explican; ah, y su
territorio, un campamento en la montaña, fue reconocido por Etiopía
-el origen- como propio.
Jamaica
constituyó uno de los puertos de esclavos más siniestro de las
Antillas. Y ese eco que se alza en la historia aún retumba en esta
pequeña isla de apenas medio siglo de independencia. A los
pobladores africanos los arrancaron de sus tierras. Siguiendo la
premisa todopoderosa del precursor del movimiento, Marcus Garvey,
“África para los africanos”, dicen los Bobo Ashanti, cuya
configuración religiosa a mí me parece un trabalenguas. Como todas,
supongo.
Después
hablo con otro chico en cuyas venas corre la justicia. O eso es lo
que dice: por eso dejó su vida en Colombia y se vino a vivir a Bobo
Hill, la montaña donde habitan más de 100 personas y ahora, entre
el clásico aroma a marihuana y la llamada a la lectura de salmos de
las doce del mediodía, busca la verdad.
Repudia
el exterior y estoy de acuerdo en algunas de sus opiniones. Pero mi
juicio me lo guardo porque -además- mi existencia se va quedando
sin juicios. Así que únicamente asiento y escucho. Y matizo:
donde él dice persona, yo le digo ser; donde él ilusión, yo
personaje. Pero parece que llegamos a un acuerdo y nos entendemos
porque hablamos de lo mismo y la búsqueda de la verdad, más allá
de salmos y pelo largo -me lo dice él, no yo- se halla en algo que
trasciende a la voluntad. A veces toca; otras no.
Pasa
el tiempo, una mujer me regaña por poner el pie descalzo en el sofá
y un sacerdote me enseña tres o cuatro cartas de la comunidad el
ministerio pidiendo su repatriación a casa. A África. Desdén,
largas, mareos: nada. Transcurre el tiempo, pero creen que es la hora
de los negros: de conquistar el mundo con justicia e igualdad.
Que
así sea, pienso mientras salgo por la puerta y me sugieren un último rezo de despedida. Y de todo, es la búsqueda
de la verdad lo que, como uno de esos remolinos en espiral que
engulle todo lo que encuentra, se queda en mi superficie. Buen punto,
me digo. Y me voy por el camino de ida con un tipo tratando de rascarme la última contribución.
1 comentario:
Muy Interesante. Las religiones, más que para pracrticarlas, están para ser entendidas.
Un abrazo
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