Hubo un
momento en el que miré al cielo y pensé demasiadas cosas. Pensé en
versos cursis, en la novela de Llamazares, en una canción de Aute,
en Antonio Vega, en mi propia vida, en los satélites. Lejos de la
civilización, con la única conexión que la naturaleza provee, allí
estaba yo tumbado en unos maderos en mitad de la selva mientras daba
manotazos, aquí y allá, contra los mosquitos que venían a
incordiar. El cielo estaba precioso, como esas noches castellanas
donde nada se interpone entre los ojos y las estrellas: el cielo
estaba demasiado agujereado, colapsado por estrellas y el polvo que
las envuelve.
Hay una
novela, llamada El enamorado de la Osa Mayor,
donde esta constelación le sirve a Vladek, su protagonista, como
guía definitiva durante todos sus escarceos por las fronteras de
Polonia. No paré de pensar en Vladek, que se mezclaba con lo que yo
andaba viviendo en ese momento. Había tardado un par de días,
primero en una lancha motora y luego a remos, en llegar hasta esta
ramificación del río Samiria, en la reserva Pacaya Samiria. Cansado
y con cierta curiosidad, la vida me había puesto allí, después de comer
un par de pescados que habíamos desentrañado de las trampas en los
ríos, y tumbado boca arriba, como pasando lección al pasado.
La
selva es así y la gente de la selva lo dice: la selva, la gente de
la selva, la comida de la
Creo
que la vida en estas poblaciones es demasiado monótona,
insoportablemente cíclica. En nuestro mundo puede que también siga
el mismo patrón -y vuelta a empezar- pero aquí, en caminos
polvorientos donde las adolescentes con sus hijos miran la vida
pasar, es un retrato que tiene poco encanto.
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