El tren se
sigue escuchando desde los cimientos de su cabaña. A las espaldas de
la laguna de Walden, rodeado de pinos jóvenes: allí; allí es donde
el peregrinaje toma forma de inspiración y la inspiración -más que
nunca- se hace carne.
Llevaba
años soñando en venir a este lugar, laboratorio de ideas y sueños
de Henry D. Thoreau, alimento de los dioses, pasto de mis noches,
ladrón de mi pasado y, de algún modo, bálsamo en mis días flacos.
Y por fin hoy estuve allí, caminando poco a poco sobre las hojas,
por la orilla, mojando el agua con las manos, preguntando a los
pescadores si aún pescaban (“aquí se pescan 3.000 truchas al
año”, me respondió uno), especulando largo rato.
Walden está
en Concord, un pueblito cerca de Boston, donde estoy pasando unos
días haciendo un recorrido por la vida de Thoreau, uno de mis únicos
héroes. Este es probable mi viaje más masticado, más paladeado,
más espolvoreado, porque tiene que ver con todo menos con la razón:
por eso no sé muy bien cómo he llegado hasta aquí. Es probable que
si mi vida se guiara por la cabeza estaría en otro lugar,
perdiendome este tipo de cosas. Pero el cuerpo, cuando está
encerrado, da un saltito: esa zancada me puso en Walden.
Me desperté
tarde, tras una noche agitada de párpados en alto y sueños
detenidos. Me levanté, me metí algo para el cuerpo y
puse rumbo con el cuerpo tiritando de emoción: “¿Qué energía
habrá?”, me preguntaba.
El profano
en el latido de sus
palabras quizá pase por alto “la cabaña del escritor”, como alguien me dijo hoy. Pero
cuando yo leí Walden por primera vez me quedé impactado; la segunda
entendí el reverso de las palabras. Después me ha acompañado, como
la Torá al judío, aquí y allá, en días plomizos y desabridos, en
semanas sin sustancia y madrugadas largas, demasiado largas, tratando
de leer -perdón por el abuso- con los poros. Así que ir hollando la
arena hasta llegar a los cimientos de la cabaña que construyó en un
terreno de Emerson es lo más parecido a desandar los últimos años
de tu vida e ir al origen.
A Walden la
he dado dos vueltas. La primera se la di como se circunvala a un
anillo rodeado de árboles en llamas. Porque así lucen los árboles:
como rescoldos que se resisten a apagarse en el final del otoño. La
segunda fui y volví por el mismo lugar, de nuevo hacia el lugar
donde construyó la cabaña, allá donde aún se escucha el traqueteo
del tren.
2 comentarios:
Gran entrada, Diego. Ahora entiendo tu dilección por Thoreau.
Gracias por las fotografías.
Esta visita es una especie de premio a esta pasión confesa.
Un abrazo
Publicar un comentario