1/7/14

La gran boda alaskeña


El lago Harding está en un lugar privilegiado: 80 kilómetros al sur de Fairbanks, en mitad de montañas pintadas de blanco todo el año y bonitas casas en las orillas. Y el sábado se celebraba una boda. “En el otro lado”, me dice un chico que se acerca a mí en una zona de acampada del lago y rápidamente me da una cerveza. “¿No viste el lugar de la boda?”, me preguntan más tarde, cuando llego, mis huéspedes. Esta boda debe ser cosa grande, me digo el día antes.

Andaba yo en North Pole hinchándome a café y a lecturas esperando a que el cielo se apiadara de los que viajamos a pecho descubierto. Una hora, dos horas, tres horas. Llovía y seguía lloviendo mientras, sentado en un restaurante tailandés -podría haber sido un camping o un aeródromo, pero era un restaurante tailandés lo que me encontré para parar-, maldecía la hora en que había salido de Fairbanks, 20 kilómetros atrás. Se me cruzaban los planes, se rompían mis cálculos después de haber parado en Fairbanks un día por descanso y otro por capricho. Pero no veía la hora de salir, porque no me apetecía empaparme como otros días. Pero la espera tiene su recompensa y una familia, muy guapos y felices ellos, se me acercaron y me dijeron que tenían una casa en el lago Harding, y que podía pasar allí la noche. ¿De verdad, pensé?, está en el mismo lugar que pensaba pasar la noche, a 50 kilómetros de este lugar de comida picante, solo que en principio iba a dormir con la espalda en el suelo y acabé en un cómodo colchón y un desayuno más que aceptable.

Llegué a medianoche -pleno día- algo cansado y allí esperaban ellos, sorprendidos al verme, metidos en una piscina de agua caliente con gran alegría. Al borde del lago, las cosas se ven de mejor color: la noche -pleno día- empezaba a despejarse y el sol ya estaba rompiendo las nubes rezagadas. Así que al día siguiente ya era de sol, ya hacía calor, ya todo era más bonito, la familia más feliz y nos fuimos a dar unas vueltas al lago mientras Ambert, una de las hijas, esquiaba agarrada a una cuerda. Después me dejaron una tabla para remar por los alrededores. La gran boda empezaba a ser más visible al mediodía, las carpas eran inmensas y el lago ardía en movimiento entre motos de agua e invitados. 

Me fui después de comer, mientras Ambert se pintaba las uñas de verde para ir a la boda y sus padres, Mike y Mitchelle, me dieron un abrazo y muchas fuerzas. Pero me esperaban unos cuantos kilómetros hasta Delta, donde pasé la noche y me tomé unas cervezas en un lugar en el que acabé brindando con un grupo de garrulos que estaban cantando en la barra. El barman me presionó para tomar otra birra -he comprobado que en Alaska ven que estás acabando una y te ofrecen otra-; dije que no y a los tres minutos que sí, así que arrugó la factura anterior y me hizo una nueva. Salí el último, pasada la medianoche, mientras el último fulano que quedaba dentro me invitaba a dormir en un motel. Pero el tipo tenía pinta de loco, estaba borracho y yo ya tenía montado mi campamento dos millas al norte. Me fui de allí.

Ayer fue un día duro, pues rodé más de 100 kilómetros sin demasiado ánimo, pero acabé descansando en un pueblo con dos o tres habitantes. Llamé a la casa del tipo de correos, le dije que me ponía por allí, me dio agua y acabé desnudo dandome un chapuzón en una laguna solitaria. El pequeño lago se llamaba Dot, aunque al verme tan libre de toda ropa, y tan solitario y todos los pajarillos trinando y los nenúfares con sus tonos púrpuras me imaginé en Walden un día cualquiera (“ahí está todo el año, reflejando el cielo, y de su superficie parece elevarse una columna de éter que conecta tierra y cielo a través del espacio. El agua parece un elemento intermedio situado entre la tierra y el aire. Es lo más fluido en lo que el hombre puede flotar”, anotó Thoreau en su diario un dos de diciembre) disfrutando de la soledad.

Porque en un viaje así hay mucha soledad. Llevo más de 1.000 kilómetros pedaleando entre pinos, abedules y cientos de ríos. Cuando se viaja solo y se para cuando uno quiere, a uno le da por pensar qué alicientes existen. Cuando uno va a la oficina le queda el consuelo de que cuando llegue a casa se encontrará a la pareja o a los hijos; cuando uno va al gimnasio le consuela la cena que se meterá para el cuerpo. O cuando uno está en compañía, le agrada la conversación presente. ¿Y cuándo estás solo, la comida que llevas solo tiene la función de no hacerte desfallecer y vas a acampar en un lugar donde no existe vida humana?

“Me vine aquí para encontrarme cara a cara con las realidades de la vida, con los hechos vitales que, como fenómenos o actualidad, los dioses quieren mostrarnos. La vida, ¿quién sabe qué es y qué hace? Aunque no esté del todo bien aquí, estoy menos mal que antes. Y ahora, veamos qué nos trae”, anotó también en su cuaderno el de Massachussets a los dos días de mudarse a la laguna más literaria de todo el estado. Pues eso mismo.

Ahora estoy en Tok, cruce de caminos, para seguir viaje hacia Canadá por la Taylor Highway, cerrada en invierno. Creo que ese camino de grava me llevará cinco días y un asuntillo literario en el trayecto. Y al otro lado, en el Yukon, otros asuntos. Prosaicos y poéticos.


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