12/5/14

Pequeña historia nicaragüense

El bueno de G. me dice que haga algo con los hechos, con lo que sucedió una madrugada en playa Popoyo, en la costa pacífica de Nicaragua, hace unas semanas. Y tiene razón si tenemos en cuenta que aquella noche tuvo bastante de suspense, alumbrado todo por un eclipse de luna, que fue enrojeciendo al mismo ritmo que sucedían los hechos.

Os pongo en antecedentes: un amigo nicaragüense (nica, en lenguaje popular) me ofreció acompañarle al Magnific Rock, un hostel-restaurante construido encima de un acantilado a unos tres kilómetros de la hamaca donde leía Adiós Muchachos. Le dije que fuese él solo, porque ya habíamos ido por la mañana y me había quemado los pies. Después de sudar y recuperar lo perdido, regresamos y habíamos paramos en una choza a comer un nacatamal.
Se fue solo, por aquello del sexo opuesto, y regresó a las seis de la tarde dando tumbos. Me saludó y, sin darme tiempo para preguntaré cómo le había ido, se quedó dormido en la arena. En esas anochecía.

Una hora después, le desperté y fuimos a su casa, donde se acostó. Yo cogí el ordenador, me pegué una ducha en un baño exterior que había, y regresé al bar de la hamaca, encima de la playa. Empecé a teclear.

Esa noche no quería tomar ni una cerveza, porque en este país se bebe en exceso y mi misión era otra, pero llegaron dos hondureños con una botella de whisky ya en el estómago y se sentaron conmigo (los conocía de la noche anterior). Todo transcurría entre apagones y el alcohol que seguían metiéndose para el cuerpo. Al poco tiempo, se sentaron el dueño del bar y otro nicaragüense bastante imbécil, aunque eso lo descubrí más tarde.

Vaya por delante que nunca he visto beber de modo tan aguerrido a nadie tanto como a los hondureños, que se propusieron acabar con la frente pegada a la mesa. Y lo consiguieron.

Hablamos apaciblemente hasta que llegamos a una discusión: si Manuel Mel Celaya sufrió un golpe de estado. Técnicamente, decía uno, no lo era; el otro, que vivía en San Pedro Sula, la ciudad más peligrosa del mundo, decía que sí. El dueño del bar, con aires sensatos, decía que no. Y el imbécil no se enteraba.

Pasada la media noche me enteré de lo del eclipse mientras el guardia del lugar, un joven que se emborrachó más tarde, cuando su jefe, el dueño gordo,  acabó desubicado y roncando en una hamaca, advirtió que había una tortuga desovando. “¿Dónde, que quiero ir?” le pregunté. “Te acompaño”, me susurró el dueño del bar.

No recuerdo si cuando me dijo eso ya me había dicho otras cosas al oído, o si fue después. El caso es que después, como intuyó que no me había percatado de sus intenciones, pasó a una estrategia más directa: las “manitas”.

En eso que el imbécil, como habíamos hablado de la colonización, se calentó y vertió en mí toda la rabia acumulada de los últimos cinco siglos. Y me dijo que me iba a “turquear” (dar una hostia, vamos). Insistió en que era porque yo era español y toda esa perorata que manejaba Chávez. Lo que hay que ver.

Los dos hondureños seguían bebiendo como locos mientras el gordo ordenaba al guardia que me sacara cervezas, como si eso me hiciera cambiar de opinión, de acera o de ambas cosas, porque el tipo era bastante feo. Aumentaba la tensión con el borracho, al que me imaginé incrustándole una silla en el lomo, cuando uno de los hondureños se propuso dirimir la disputa, si es que se puede llamar así a los desvaríos de un tipo que antes de comenzar a beber me acompañó amablemente a por cerveza: sacando la pistola.


Yo estaba cansado, un tipo metiéndome mano, otro insultándome por ser descendiente de los reyes católicos y otro diciendo que iba a sacar la pistola para poner orden. Así que me fui a la casa, donde dormía, desde las siete de la tarde, mi amigo el nica.

Pero se despertó. Y yo tenía hambre. Así que la casa vecino, donde estaba el hijo de los dueños y dos amigos -claro, también borrachos-, se nos antojó adecuada para cenar. Entramos tranquilamente a la cocina, pusimos a hervir unos noodles picantes y los cenamos, a eso de las tres de la mañana, en el porche de la casa donde croaban un par

de sapos enormes y que me amigo el nica los cogió para enseñármelos.

Pensando en ir a dormir, le conté la anécdota de la playa, con bastante humor. Pero sus ganas de tomarse un trago o despejarse después de su ración de sueño, nos llevó de nuevo al lugar de los hechos, donde la luz iba y se iba continuamente. Agarró el puñal –supongo que en tono jocoso o preventivo-, una linterna y observé cómo se retorcían los dos hondureños. Acabaron la última botella de whisky… y sacaron una, de un litro, de ron. Me sorprendió la capacidad de martirio de algunas personas.

Regresé a casa, me dormí y desayuné unas galletas que había cogido en la cocina del vecino la noche anterior. Ese día creo que dormí en Chichigalpa, después de varias desventuras en transporte público. Pero eso merece otro capítulo.

2 comentarios:

Miguel dijo...

Estás hecho todo un aventurero. Cualquier día de estos te veo presentando una novela de viajes.
Me ha encantado tu relato.

Un abrazo

Anónimo dijo...


Miguel,
de momento me conformo con vivir las cosas. Echo de menos encontrar cierta paz para ordenar mis ideas, que andan alborotadas (como yo, vamos) y escribirlas.
Serán cosas de la edad.

Un abrazo